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jueves, 4 de diciembre de 2008

REPARTIDOR DE PAN DONDE SOLLOZAN LAS ESTRELLAS...
(no es un nicuento, tampoco un cuento... es uno de mis andares que deseo dar a conocer, nada más que eso...)
En 1957 comencé a trabajar de repartidor de pan en la panadería "El Molino" de don Alberto Callealta casado con doña Raquel Singer.
La panadería estaba ubicada en Santiago Concha, entre Franklin y Bio-Bio. Vivía yo a unas quince cuadras de allí y debía levantarme a las cuatro de la madrugada para echar a caminar por Sierra Bella, pasar por el Zanjón de la Aguada, cuyas orillas estaban ocupadas por decenas de chozas de una misería terrible.Lugar saturado de moscas y ratas inmensas. Así vivía una gran cantidad de hermanas y hermanos proletarias. Era el espanto en vivo, era la muerte rondando como un animal mitológico...
A veces -de día- solía intercambiar algunas palabras y ellos hablaban de la esperanza, de un futuro mejor, sobre todo cuando disponían de un hombre llamado Salvador que tendría que triunfar sobre un hombre de bufanda para ser Presidente de Chile...

No sé por qué estoy escribiendo todo esto que se me viene a la memoria,tal vez sea porque en el fondo quisiera mostrar facetas que la gran mayoría jamás conoció...

Eramos unos cuarenta repartidores, cuarenta carretones con sus respectivos hermosos caballos, eran todos muy hermosos, de pelaje luminoso y suave. Ya a las cinco de la madrugada estábamos poniendo los aperos a los animales y colocándolos entre las dos varas del carretón.

Los vehículos eran livianos por lo que los animales no sufrían en demasía. Luego, por turno, nos pasaban los panes que uno deseaba vender. En ese tiempo el pan costaba 14 pesos la unidad y a nosotros nos lo vendían a once pesos y veinte centavos, por lo que si se vendían mil panes era como tener un sueldo regular. Yo repartía en las calles de San Miguel, Santa Rosa, Curiñanca, Alvarez de Toledo, Estrella Polar, Carnot, San Joaquín, etc. Las cosas iban en forma regular para mí, pues ayudaba a mi madre y otro poco a mi mismo.

Un día muy temprano (7 de la mañana) estaba gritando frente a las casas ¡el pan, el pan! (era ya costumbre) y sin bajar del carretón, cuando apareció uno de mis amigos: chascón, mechas de clavo, ojos grandes, oscuros, de una tristeza increíble, un rostro que me dolía mirar; tendría unos 8 o 9 años.

-Mi amá dijo que no quiere pan...

Extrañado, lo miré con más atención: parecía a punto de llorar. Le pregunté por qué. Manolito respondió casi en un susurro:
-...es que a mi apá lo despidieron del trabajo y no tenimos ná plata...

-Anda a buscar la bolsa y apúrate... Partió corriendo y volvió al instante, casi contento.Puse las diez marraquetas en la bolsa y le dije a mi amigo que a la hora del almuerzo saliera como de costumbre a buscar el pan...

Manolito tenía los ojos inundados y debí mirar hacia otro lado para no imitarlo.
Esta situación se repitió cuarenta u ochenta veces, no lo puedo precisar, y hubo muchas otras situaciones similares con otras personas.

-Caserito, no tengo plata, no puedo seguir recibiendo su pancito porque usted tiene que pagarlo porque...

-No se preocupe, señora, mientras esté en este carretón, jamás le faltará su pan... Por favor, no se preocupe... yo me las arreglo muy bien...
Y así, muchos casos iguales, terribles, gente desolada...; mujeres, niños, trabajadores cesantes que no tenían culpa alguna de ser pobres...
Y cada atardecer, al término del reparto, uno debía hacer entrega del dinero al contador. Antonio se llamaba.

-Usted, Ordenes, está debiendo como cincuenta mil pesos... Chi, está trayendo muy poco todos los días...

-No se preocupe, Don Toño, ya verá cómo voy saliendo de la deuda...
Y pasaron varios meses. Sólo algunos hombres conseguían trabajo de corto tiempo.Las mujeres salían a buscar empleo y volvían con las manos vacías...
Y llegó el día en que se me vino la estantería abajo...Cuando como de costumbre entré a la panadería, me esperaban don Alberto Callealta, doña Lastenia (antigua amiga íntima del dueño) y una pareja de carabineros... Me hablaron con rudeza:

-Usted está acusado de robar 84 mil pesos...!

La verdad es que era esa una suma demasiado alta y real. Los funcionarios de la ley me dijeron que me llevarían preso... Los otros repartidores miraban un poco compasivos y movían la cabeza, en silencio...

Entonces, pedí que me escucharan.

-Yo no he robado nada. El dinero está en la calle, es decir, me deben esa cantidad, incluso más, y aunque les parezca irracional, es la verdad... No puedo decirle a un niño muerto de hambre que me pague el pan que se comió durante todo el tiempo que su padre está cesante...
No puedo pedirle a las personas mayores porque sé que no tienen... y, perdonen,pero no me arrepiento de haberles entregado el pan durante tanto tiempo...
¿Qué querían que hiciera?
¡Que le dijera a los niños con sus caritas tristes que ya no tendrían su pancito tibio en las mañanas? Tampoco podía dejar sin nada a viejitas tan pobres y desoladas... No soy un monstruo y si por esta razón me llevan a la cárcel, no puedo hacer nada...
A estas alturas mis ojos apenas veían... Pero sí tengo algo más que decir... a usted, don Alberto Callealta, sí, a usted, no se sorprenda, pero usted me debe dinero, sí, me debe dinero... ¿Se le olvidó cuando allá, en su otra panadería, en Independencia 831, usted me despidió por haberle hecho una huelga? En ese tiempo yo aún no cumplía los doce años de edad, pero me quiso pagar el sueldo cuando me quitó el derecho a trabajar, diciéndome que fuera a verlo con mi mamá para pagarme... Le dije que mi madre no me había puesto en ese trabajo...., ¿se acuerda?,que había llegado sólo allí...
Pienso que don Alberto era un hombre justo, pese a todo, casi bueno. Se quedó mirando al vacío durante unos minutos y luego casi murmuró:

-Déjenlo tranquilo, pero ya no habrá carretón ni caballo para él...
Al dejar la panadería alcancé a escuchar a doña Lastenia: "pero si apenas se veía de lo chico y flaco que era y convenció a todos los viejotes para que no trabajaran..."
Media hora después, caminando hacia mi cuarto, recordé el semblante amargo de la señora Clara, la carita de los niños de Curiñanca que cada día, al verme llegar, con el carretón y mi hermoso caballo rosillo, coreaban:

-¡El Carlito, lo ló...!, ¡el Carlito. lo ló...!, ¡el Carlito. lo ló...!
Era como una canción, una canción de muy débiles esperanzas... Y se me vino a la mente mi amigo mechas de clavo, Manolito, que de ahí a varios días, estaría con sus enormes ojitos oscuros mirando por si aparecía el carretón... y después diría, con pena infinita:

-el Carlito no vino otra vez...

Apretando los dientes me eché sobre la cama y me puse a llorar...
Carlos Ordenes Pincheira

3 Agosto 2007 | 08:20 PM

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