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viernes, 19 de febrero de 2010

MARIA ISABEL AMOR

MARIA ISABEL AMOR
(1953)

María Isabel Amor es una poeta cuyas luces provienen de raras profundidades. Su numen
es altísimo, buscador siempre de lo que nadie ve...
De pronto ha desaparecido y no es posible saber dónde se encuentra. Recuerdo que una voz
masculina terrible preguntó: "¡para qué la quiere!" Expliqué lo de la antología anterior."¡No la
ponga!" Y cortó. Al día siguiente volví a llamar. Y el número había sido cambiado... Al menos
tengo este poema que ella me entregó tiempo atrás.


LA LLUVIA ES DE CARNE CELESTE...

Sé que las partículas
en los vidrios que veo suplican
agua de lluvia.
Serán
los átomos deshechos
jugando con algo porfiado.
Algo así como puñaladas,
que soñé
en pasillos muy largos, anoche.

A la lluvia le pido que no
me deje caer, como estatua
sin manos y rodar.

También a la calle
con sus eclipses
que caen, borradas
suprimiendo mausoleos
de cenizas.

El agua de la lluvia
baja siempre
cuando hay algo sin gritos.

Si acaso
los gérmenes de un muro se mojaran
el agua dará una orden,
seguir iluminada en las pensiones.

Sabré
en las autopistas cuando
se dé vueltas la imagen de un huérfano
bajo luces rojas, inmediatamente.

El agua
hunde las fábricas oscuras,
me gusta demasiado.
No sé por qué
los perros se cuidan tanto de la lluvia,
no sé qué tienen ahora en los ojos
ni en sus esqueletos.

No entiendo el encierro, que el agua
precipita, en el químico
eclipse de cada rama.
Será el duelo manchado de los sábados
en las casas donde ya no hay nadie. No entiendo.

La lluvia
se parece a un espejo muerto
que refleja su dueña
una luz
que dura un segundo y
nunca muestra
su pobre melancolía.

En el suelo de los
que ya durmieron con ella,
te dirá
que su amenaza llega
desde el comedor de esas hospederías casi negras.

La lluvia es de carne celeste, muy celeste,
es sucedánea
de sus vidrios donde se deshace
en cada una de sus esquinas.

Cuando ya no pueda hacerlo más,
una bala protectora
me hará pagar
el aturdimiento
de esas plazas,
el precio de mirar
esos barrios desamparados, y
aturdidos por ella misma.


JARDINES DE INVIERNO

Los pastos de invierno
permanecen quietos
en la densa frontera
de sus difusos límites.
Todos han velado sus sonidos.

Imposible
saber hasta el momento
si mantendrán
ese duelo o muerte con su condición.
Esas condiciones de violenta frialdad.
En uno de sus atroces declives,
descansas dos cabezas humanas.

Allá lejos,
las oficinas de los bancos
son tan metafísicas
que Buda no podría medirlas
y Freud no lograría salir de ellas.
Lo que siento es la distancia con los demás.
Es un Quanta. Medirlo sería doloroso.
Es así como el martes tengo miedo
d esos troncos inclinados
y de esas lejanas carcajadas.

Aquí
la presión atmosférica
está elevada.
Insistiría en dilatarse, desplomándose
enloquecida sobre los frágiles
pastos de invierno.

Abajo,
ningún sonido puede salir
de su espantosa resonancia.

Jamás oirán
esas cabezas rodar, al encajarse
empinadas contra el fondo gris del agua.
Nuca oirán nada.

La lluvia es fina,
es una selva de vidrio
y la ciudad nos obligará
a repetir como un mantra
el fatal acontecimiento de sus gritos.

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